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jueves, 13 de diciembre de 2007

Mi cervecita (relato)

Resulta que llevaba ya tiempo sin salir de copitas por la noche, hace ya algunos meses que mi chica se largó y cada vez me resultan menos soportables los fines de semana frente al ordenador y viendo películas. Lo más parecido a hacer vida social que he tenido desde entonces ha sido bajar al pub de la esquina a tomarme una cervecita en el rincón anónimo de siempre. Fíjate que esto tiene sus ventajas porque desde que estoy entrando por la puerta, el camarero ya me está abriendo la botella de la marca concreta que yo tomo y me la coloca justo en el espacio concreto de la barra en el que yo me coloco habitualmente. Una rutina, sin duda, fraguada a base de innumerables noches de búsqueda de aventura. Algunas veces, pocas aunque ciertas, no tengo ganas de cerveza, pero la tomo con gusto por agradecimiento a este gesto, familiar y grato, de llegar y encontrarme mi aperitivito ya preparado. En ocasiones se me ha pasado por la cabeza decirle al simpático camarero: eh, ya estás quitando eso de ahí que hoy quiero un cubata...si señor, un cubata ¿qué pasa? Pero el placer que conlleva la sensación de familiaridad supera esta pulsión mía. Yo no tengo mujer complaciente que me espere, ni madre bondadosa y abnegada que me reciba con una sopa calentita en la mesa, yo tengo un camarero que me espera con cariño y una tapita, y no pienso renunciar a eso por más ganas de cubata te tenga. Algunas veces he pensado en salir corriendo nada más torcer la esquina desde la que soy visible en el pub y, en un alarde de velocidad, llegar al local antes de que al camarero le haya dado tiempo de abrir la botella para poder anunciarle, glorioso y sin necesidad de hacerle un desaire, que hoy, ...hoy quiero otra marca y me quiero colocar en el lado opuesto del mostrador. Calculando bien, he llegado a la conclusión de que entre que me ve, va hasta la nevera, saca la cerveza, coge el vaso de la estantería, la pone sobre la barra y hace el gesto de posar el abridor sobre la boca de la botella, es posible la hazaña de anticiparme con unos intensos treinta metros lisos. El día menos pensado lo intento; sobre todo porque ya me han fallado todas las estrategias. Un día me coloqué detrás de un grupo de gente que iba hacia el bar. Era casi imposible que me viera desde la barra yendo yo, como iba, premeditadamente camuflado entre dos drak quins, tres moteros calvos y corpulentos vestidos de cuero y un rocker con tupé desafiante. Pero fue inútil mi intento, mi estrategia fracasó estrepitosamente y nada más llegar, mi barman-mamá no tuvo ojos para nadie más que para mí, de manera que, como siempre, ahí estaba esperándome con una sonrisa reconfortante y mi cerveza favorita servida en copa. Esos escasos treinta metros que hay desde la esquina hasta la cristalera del pub son mi puerta cerrada a la posibilidad de cambiar algo en la rutinaria y estipulada vida que llevo. Estoy seguro de que si por lo menos pudiera cambiar de bebida, sin que eso supusiera volver el mundo al revés, mi vida empezaría a plagarse de grandes aventuras llenas de experiencias nuevas.

1 comentario:

maria jose ortiz dijo...

muy muy bueno, ya te voy conociendo un poquito mas, Mºjose Ortiz