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viernes, 26 de junio de 2009

La felicidad

En una cancioncita de los años ochenta Roque Narvaja se atrevía, ni más ni menos, que a definir la felicidad; como un espejismo que desaparece cuando intentas alcanzarlo, y decía algunas cosas más, tan sencillas y contundentes que parecían fruslerías. Pero no; ningún filósofo o antropólogo ha definido jamás tan certeramente algo tan necesario para vivir como lo hizo el texto de este tema.
Dicen que los momentos felices se los procura uno mismo, que son escasos e infrecuentes, que son sensaciones, rarezas, nubes etéreas. Identifican la felicidad con una sucesión de momentos significativos y llenos, pero no es así. La felicidad es algo más sencillo, un estado imperceptible; no por intangible sino por desapercibido. Puede suceder que nunca seamos conscientes de que somos infelices y eso puede ser una pista importante, o puede acontecer que un día gris y solitario, en el sofá, frete al televisor, nos demos cuenta de que nuestra vida está impregnada de una dulzura anatómica y aséptica, que es un vacío que hemos llenado con un viaje hasta nosotros mismos a lo largo del tiempo, lejos de sonreir sin ser feliz.
Los momentos felices son alharacas y la felicidad real es un devenir diario de días inocuos e indoloros, un fluir vital y continuo carente de altibajos devastadores, una ausencia de borrones que ensombrezcan sin remedio, el mejor y más largo de nuestros veranos instalado en el alma.


lunes, 15 de junio de 2009

No lo puedo evitar.

Por mi profesión y por alguna que otra cosa más, a lo largo de mi vida, he tenido que toparme con todo tipo de tipos listos; aunque la mayoría de las veces haya sido sólo por escrito. Desde Rubio y sus cuadernillos hasta Vigotsky y Shopenhauer, pasando por Hume, Sabina, Kant y Freud, uno ha tenido la clara sensación de haber estado perdiendo el tiempo estúpidamente.
No obstante, entre todos ellos, había uno que en su momento me dejó bastante pillado; con una sensación semejante a la de encontrarte a Raffaella Carrá en un geriátrico. Me refiero a Piaget. Este tío sí que postuló algo realmente interesante; no sé si fue churro o genialidad, pero por primera vez un psicólogo, un pedagogo, un antropólogo o cualquier cosa que termine con el sufijo “ogo” dijo algo digno de no quedarse relegado a los libros de texto.
Este genial suizo argumentó que la inteligencia es una actitud ante la vida, ni más ni menos; sin tests cuantitativos ni posturones en público. Desde aquel momento, me sobrecogió la claridad meridiana y la contundencia de sus planteamientos; tanto que hasta hoy, a lo largo de toda mi vida, ha sido uno de los principios que ha regido mi pensamiento, palabra y obra, llevándome a la conclusión de que, a juzgar por como me luce el pelo, yo pertenezco a alguna categoría de tonto.
Hay Tontos ortodoxos, tontos peligrosos, tontos de género tonto, tontos desubicados en el tiempo, tontos de solemnidad, tontos que no se enteran, tontos que se creen listos y un largo etcétera de tontos. Yo, no obstante, siento afinidad por el tonto que dice lo que piensa sin pensar lo que dice; el que más hostias se lleva, el que vive solo y arruinado por no tragar con cuernos, el que muerde la mano que lo alimenta porque es la mano de un hijo de puta, el que en navidad cena solo porque no soporta a Caín. No lo puedo evitar.

sábado, 6 de junio de 2009

El efecto del tamaño

No hizo falta que pasara mucho tiempo para que nadie dudara de que el euro ha sido una de las ruinas más grandes para la economía de los españoles en general. Todos vimos, inexplicablemente inmóviles, cómo el redondeo, entre otras cosas, nos empobrecía de golpe un sesenta y seis por ciento a todos, ni más ni menos.
Mi primera experiencia en ese sentido, pocos días después de su implantación total, fue despegarle una etiqueta a una chocolatina que costaba un euro y descubrir que había sido colocada sobre otra que, días antes, marcaba noventa pesetas. Ni siquiera se habían molestado en despegar la antigua. Así, descaradamente y a lo bestia, todo ocurrió en nuestras propias narices.
Yo tengo una teoría para explicar cómo pudo ocurrir. Se trata de la fuerza del efecto psicológico del tamaño. Una cuestión que los antiguos militares ya conocían y usaban con sorprendentes resultados. ¿Para que crees que servía el escobón que se ponían los romanos en la cabeza? ¿Y los enormes penachos de los regimientos de Dragones napoleónicos o el enorme gorro negro, cual cabeza de Bad Simpson, de la guardia inglesa? Evidentemente no son gorros vileda ni servían para amortiguar los espadazos que venían de arriba.
Cualquiera que haya estado al lado de una persona ataviada de esa guisa comprende rápidamente que su función es apabullar con el efecto psicológico del tamaño. Un acorazado francés de estatura media, subido a un caballo y con casi medio metro de prolongación sobre el casco, automáticamente se convierte en una aterradora mole hostil e intimidatoria de más de tres metros de altura que infunde pavor con su sola presencia. Bueno…a lo que iba de la ruina esta…
La culpa la tiene el extraordinario parecido, en tamaño y color, de la antigua moneda de veinte duros y el actual euro. Si se hubiera dotado de ese formato a la de cincuenta céntimos, y el euro sólo se hubiera impreso en papel moneda, posiblemente los valores de ambas monedas se habrían asociado y no habría sido tan fácil el abusivo redondeo, ¿no crees? En todo caso es sólo una teoría imposible ya de demostrar, y por tanto discutible. Lo único que podemos hacer, por contrarrestar un poquito, es exigir el par de céntimos que nos remolonean casi siempre en las vueltas cuando te dicen “te debo un céntimo que no tengo suelto” –Pues dámelo que es mío (y no es moco de pavo si sumas todos los que te van adeudando). Y ahora que lo pienso…alguien se tiene que estar enriqueciendo bastante con el pastón irracional que cuesta todo, desde un tomate hasta un utilitario y algún día le va a costar caro…o ¿seguiremos pagando siempre los mismos quedándonos sin pensiones o barbaridades semejantes?

martes, 2 de junio de 2009

Sobredimensionados

Mirando fotos, películas o grabaciones en general de los setenta, uno nota rápidamente que hay algo que aparece sobredimensionado. Es cierto que las hostias en las películas de Bud Spencer y Terence Hill estaban exageradas, pero por lo demás, las cosas eran realmente así. Hablo de los picos de los cuellos, del pelo rizado de los negros, de las patillas y de los bajos acampanados de los pantalones.
Llegaron los ochenta y también la década tuvo su parte de objetos sobredimensionados; acuérdate de los equipos estéreos, que cuanto más grandes eran y más lucecitas llevaban incorporadas mejores nos parecían. La estupidez también estaba sobredimensionada en los ochenta; eran tiempos de “todo vale” y de “aquí no pasa nada” pasara lo que pasara. No obstante, hay que decir que esta magnificación del tamaño de la estupidez no es únicamente característica de esta década; últimamente ha reaparecido con fuerza, igual que los pantalones de pata de elefante a principios de los noventa.
Y llegaron justamente eso, los años noventa y por supuesto también tuvieron su dosis de objetos sobredimensionados; en este caso se trataba de las tetas y de las punteras de los zapatos. La manía por los pechos enormes, que ya tenía su antecedente en la cancioncita aquella de Boys boys boys, ha dado lugar a toda una cultura obsesiva por deslumbrar con volúmenes imposibles y ha acabado por hacernos creer a todos que a los tíos, realmente, nos gustan las aberraciones que han terminado por implantarse algunas.
Esta moda está durando hasta bien entrada la primera década del siglo veintiuno, la cual, como era de esperar, también dispone de sus propios objetos sobredimensionados. A ver, piensa un poco ¿cuáles crees que son? …pues los relojes. Ya ves tú ¿quién lo iba a decir en una época en la que hasta los condones llevan incorporado un reloj digital?
Tenemos reloj en el móvil, en el ordenador, en la tele, en los bolígrafos, los llaveros, las calculadoras, los emepetrés, los emepecuatro, las carpetas, y en cualquier chominá que menos te esperes, y ya ves tú…precisamente ahora se ponen de moda relojes de tamaños sobrecogedores. Yo mismo llevo un patatón en la muñeca que miro, un poco estupefacto, pensando cómo puede gustarme semejante engendro. Como siempre no puedo resistirme a pensar en el futuro y en este caso a imaginar qué objetos nos sobredimensionará la próxima y cercana década.