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jueves, 29 de mayo de 2008

Peces muertos

¿Has pensado alguna vez cuándo empezó el miedo irracional y angustioso que a veces te asalta sin sentido? ¿Has reflexionado sobre el momento exacto en que te sobrevino ese punto de inflexión irreversible? No te hablo de ir al psicólogo para someterte a una regresión hipnótica. Te hablo, más bien, de una cita contigo mismo, sencilla y valiente. Decía Serrat que nunca es triste la verdad, que lo que no tiene es remedio. No estoy de acuerdo, en absoluto, con esa afirmación. Reconozco que es una frase catártica y redentora, pero carece de fundamento real. ¿Quién y cuándo te inoculó el miedo a la soledad, a la pérdida y a la nada? Hay veces que un simple cambió, pequeño y sin importancia, te inquieta irracionalmente hasta el punto de encenderte alarmas y provocarte un encogimiento visceral sin sentido. En mi caso no fue la pérdida de seres queridos o un éxodo hacía tierras frías y lejanas en una edad inadecuada.
Yo jugaba alegre a la orilla del Guadalquivir, casi todos los días que el tiempo lo permitía. Hacíamos incursiones a la isleta que se unía a la orilla mediante un árbol caído, nadábamos cerca de un tronco que nos servía de flotador y pasábamos largas horas en el bosque de rivera que hay cerca del molino. Cuando la autovía no separaba insalvablemente nuestra calle de aquellos parajes, cuando había que atravesar huertas y pisar nabos para llegar a las moredas, cuando la sobreprotección y la video-consola no hacían estragos como lo harían en los disléxicos y alérgicos niños que vendrían después (yo no recuerdo mascarillas ni aerosoles en mi infancia), cuando los esparadrapos, las magulladuras en las rodillas y las efímeras zapatillas de la tórtola eran nuestro aspecto inconfundible, cuando la libertad olía a mazorca y jabón lagarto.
En uno de aquellos días, tan inesperado como idéntico a los demás, bajamos siguiendo el canal por el camino entre los trigos hasta el río, pasando cerca de donde ahora está Carrefour. Aquel día seguíamos un olor extraño, aunque aún no supiéramos que ese olor era el olor de la muerte. De la muerte de miles de peces que llenaban las orillas y flotaban inertes en el agua. Mirábamos los niños, estupefactos, aquel espectáculo dantesco y desolador y no sabíamos qué estaba pasando con nuestro maravilloso y divertido parque temático (todavía no estaba acuñado este término). Nadie se bañó aquel día ni corrió desnudo entre los árboles. En realidad jamás volvimos a hacerlo. El río se tiñó de un feo color marrón que no recuerdo haber visto antes de aquel día aciago y el agua adquirió un olor a putrefacción que todavía hoy percibo al acercarme. Aquel mismo año murió el dictador y empezaron a ocurrir cosas que no comprendíamos y de las que nada se nos decía en la escuela. Aquel año la abeja Maya, Pipi Calzaslargas, Heidi, Orzowei y Sandokán se hicieron mayores y desaparecieron de nuestras vidas para dar paso a un nuevo tiempo.
La fábrica asesina de peces sigue ahí, vertiendo su fluido tóxico y un hedor insoportable en cientos de metros a su alrededor, paga multas periódicas presupuestadas en sus cuentas y sobrevive a lo largo de los años. Los peces no sobrevivieron, como no sobrevivieron nuestros juegos en el río ni nuestra certidumbre de que al siguiente día todo iba a estar como siempre.
Ese, para mí, fue un punto de inflexión irrevocable. El primero. Después, durante todos estos años, vendrían otros días de peces muertos que todo lo cambian, suceden a veces, irremediablemente, en el momento más inesperado. Al principio me cogían desprevenido, pero con el tiempo he desarrollado una intuición, bastante fiable, que los detecta cuando se aproximan y que se manifiesta con un encogimiento angustioso sin explicación. Ya no me sorprenden esos días, pero cada vez me resulta más insufrible su llegada.

jueves, 22 de mayo de 2008

Una tierna historia de amor


Desde hace un tiempo, siempre que puedo, procuro ir a repostar gasolina al mismo surtidor, uso la misma máquina y descuelgo la misma manguera. Digan lo que digan, yo tengo la certeza de que hay gasolineras que escatiman combustible. Lo sé porque cuando reposto en la que hay detrás del centro comercial, la gasolina me dura menos que cuando lo hago en la que hay cerca de mi casa. Mi trayecto diario para ir al trabajo es invariable y rutinario y eso me ofrece la posibilidad de corroborar lo que digo. En esta última me da para un viaje y medio más con la misma cantidad de dinero, lo tengo más que comprobado. Pero no es esa la razón por la que últimamente voy al mismo lugar exacto a repostar.
Todos hemos oído esa voz femenina que dice: “está usted repostando gasolina súper noventa y cinco sin plomo”. Sé que es la misma voz para todos y que es la misma grabación en la mayoría de las estaciones de servicio, pero la de esa manguera a la que me refiero, en concreto, tiene algo especial que me provoca una sensación extraña, su voz me resulta especialmente femenina y dulce, cual canto de sirena. Ya sé que es la misma chica quien grabó estos mensajes sonoros e incluso, en una ocasión, recuerdo haberla visto en televisión entrevistada y se trataba de una chica tipo Cristina Almeida, ya me entiendes.
Hay días en los que todo parece confabularse para hacerte sentir mal. La cajera del supermercado te niega la acostumbrada mirada cuando te devuelve la tarjeta y se lima impúdica las uñas mientras tú te sientes un estúpido hablándole de cualquier trivialidad; el camarero que te sirve el almuerzo lo hace atropelladamente y dando golpes deliberados con todo lo que encuentra por delante; Pepe te llama para volver a pedirte cincuenta euros prestados; la mujer de la limpieza se autodespide y te dice que te busques a otra; Puri no responde a los mensajes y parece inminente que se repita la misma descorazonadora historia de siempre; te sientes vigilado por el chino del bazar cuando entras a comprar espuma de afeitar; las amigas del Messenger no te contestan o Ramón está en plan cabrón otra vez cuando lo llamas para ir a ver al Chelsea. Pero en esos días, siempre tengo la certeza de que, al menos, la dulce voz del surtidor número cinco no me va a fallar y va a estar ahí, sugerente y tierna, cuando me acerque hasta ella para obtener un pequeño respiro y treinta euros de combustible.
Siguiendo la costumbre, aquella noche de la que voy a hablar, también fui a echar gasolina a aquel lugar y, en principio, salvo por un par de detalles, todo parecía normal. Esta vez, después de colocar la manguera en su sitio, no oí la voz diciéndome: “ha repostado gasolina súper noventa y cinco, buen viaje”.
-Vaya, ha debido estropearse el aparato, pensé. Y en ese momento me invadió una inesperada inquietud. Confieso que me puse algo nervioso.
Justo detrás, una chica se percató de mi inocultable ansiedad y se dirigió hacía mí diciéndome:
-Veo que has perdido algo y que estás inquieto. No te preocupes que no será para tanto, ya verás. Fíjate en mí, ahí tengo el coche averiado y a estas horas no hay ni taxis disponibles.
Ostras pedrinnnnnnnnnn…si no es porque la vi en la tele y no se parecía en nada a esta, juraría que era la chica que grabó la voz de los surtidores. Es la misma voz. Idéntica.
Como ya habréis imaginado, me ofrecí amablemente a llevarla hasta su casa o hasta donde ella me dijese. Sobre lo que ocurrió después se ha escrito mucho y se han hecho películas y tal, así que no voy a insistir en esa parte de la historia, sólo decir que se trataba de una preciosidad rubia, de unos treinta y dos años y ahhhhhgggggggg ….perfecta en todos los sentidos. Dulce, amable, dadivosa y, aparentemente, sin síntomas de crueldad y egocentrismo de cuarentona.
La noche acabó siendo noche de vino y rosas. En todo momento parecía anticiparse a mis deseos y mis pensamientos, conocía el deleite de un buen vino, conocía lugares que a mí me habían impresionado en su momento, hablaba del mar con un estremecimiento de ola y lo mejor de todo es que lo hacía con la misma voz de la chica del surtidor. A mí, que lo mismo me toca el jamón en la rifa del cuartelillo que se me pierde un zapato en una habitación vacía, no me extrañó nada de aquello y lo viví alegremente, sin comerme el tarro demasiado.
De madrugada, antes de que amaneciera, me pidió que la llevara de nuevo hasta su coche para coger el móvil. Esperaba llamadas importantes esa mañana y la acerqué hasta allí. Bajó del coche y justo cuando me bajé yo para acompañarla la perdí de vista, en cuestión de segundos.
-Joder con la tía esta, tan temprano se pone a jugar al escondite y yo estoy que me caigo de sueño y de cansancio. Pensé.
La llamé, la llamé y la llamé. La busqué entre los coches, detrás de los árboles y detrás de todas las esquinas del recinto, pero no la hallé. Desazonado y confundido desistí y me fui cuando aparecieron los primeros rayos del día. A partir de entonces fui todas las noches, una detrás de otra, buscándola desesperadamente. Yo la esperaba y ella no aparecía, pero su voz sonaba incansable cada vez que alguien descolgaba la manguera número cinco. Estoy seguro de que era su voz, no me cabe duda.
Una noche de aquellas pude leer, sobre el cristal de la cabina de cobro, un cartel en el que decían buscar personal, para el turno de noche, en esa gasolinera. Me acerqué para hablar con el tipo que trabajaba ahí y le pregunté. En seguida me dijo que el puesto quedaba vacante porque él se iba y añadió: -Las mejores noches de mi vida las he tenido junto a ella aquí mismo, en este despacho que ves. Juntos hemos visto amanecer una y otra vez, pero ahora es contigo con quien quiere estar. Anoche salió un momento de la máquina número cinco para decírmelo y ha vuelto a desaparecer.
Yo no supe qué pensar de todo aquello, pero tenía claro que quería volver a verla como fuera; saliera de la maquinita o viniera en bicicleta a sacar tabaco. Me daba igual. Acepté el puesto de trabajo, dejé mi cómodo horario de funcionario y durante estos dos últimos largos años la he esperado noche tras noche en esta fría y solitaria estación de servicio.
Ni la primavera, ni el otoño me la trajeron, duermo de día y he perdido todo contacto con aquellos que constituían mi vida diurna. La empresa, viendo mi inminente ida y teniendo serias dificultades para encontrar personal de turno de noche, empieza de nuevo a preparar el numerito de la chica que sale de la maquina. A mi, después de confesarme todo el entramado, me han dado un generoso incentivo para que colabore en la nueva captación y ahora sí que he vuelto a verla por fin. Ni me ha mirado, sólo ha aparecido detrás de un tipo que daba golpes en el armatoste y se ha ido con él.
-Total, no vale nada, me dije al volver a verla después de dos años. Menos mal que pedí excedencia.

domingo, 18 de mayo de 2008

Cogerle el puntillo

A las rotondas no termino de cogerles el punto, nunca sé exactamente en que momento entrar en ellas o dónde colocarme para abandonarlas mientras un Clío, tuneado, me desplaza hacia el interior sin mayor miramiento. Casi siempre es una cuestión de decidir en milésimas de segundo. No sé como no hay más golpes. A ti tampoco te cojo el punto, cariño. Nunca supe cuando ni como entrar y otro tanto de lo mismo me ocurre para salir. Esos grititos tuyos. Te juro que jamás he sabido distinguir cuando te hago daño o cuando son el síntoma inequívoco del éxtasis. Es como en las rotondas; tengo que encontrar el momento justo, lidiando con tus jaquecas, con los demás vehículos y con las llamadas inoportunas al móvil. De verdad que no te pillo el puntito, ni el g ni ninguno.
¿Recuerdas aquella época en la que te quejabas de que pasaba mucho tiempo en el ordenador y no estaba contigo? Supongo que recordarás que durante aquellos días cerraba antes el pecé para sentarme a tu lado pero, al hacerlo, en un extremo del sofá te impedía estirar los pies, en el otro te impedía ver la tele y a tu lado refunfuñabas diciendo que te estaba echando. Te lo digo de veras, nunca te he cogido el puntillo. Aún ando pensando qué es lo que realmente querías que hiciera, porque si me iba a la silla o al sillón, de nuevo, te sentías abandonada. Debe haber un punto intermedio que escapa a mi inteligencia.
Fíjate que hasta Ramón ya controla eso del puntillo perfectamente y sabe hasta donde llegar con los cubatas, pero yo no, y me pasa con casi todo. Siempre tengo la incómoda certeza de que me he pasado o me he quedado corto en todo lo que digo y hago. Me pasó en aquella ocasión en la que descubrí que el interior de tus muslos y tu culo estaban cuajados de cardenales. Mira que me lo pensé. Pero no di con la manera de hablar sobre el tema con tranquilidad. Aquel día me dijiste, furibunda, que te habías dado con la mesa del despacho. Ya ves…tantas veces y en tan distintos sitios. Muy razonable lo de la mesa. En nuestros mejores tiempos, yo mismo te había hecho marcas semejantes y no a golpes precisamente.
Seguramente había un punto, intermedio y esquivo, en aquella ocasión en la que te dije que te notaba fría y distante. ¿Tal vez fue el momento?, ¿la situación?…No comprendo por qué esto provocó aquel comentario tuyo de: “si me gusta un tío me acuesto con él". Tal vez te sentiste acosada por mi comentario y escapaste huyendo hacia delante. Yo sólo quería decirte que hacía mucho tiempo que no pronunciabas mi nombre, que no comíamos juntos y que no te dirigías a mí sin ese gesto agrio tuyo para decirme que no pise el pasillo porque lo has fregado. Yo habría preferido pasar más tiempo contigo, pero limpiar desaforadamente era tu pasión, era lo que daba sentido a tu vida y lo que la llenaba de contenidos. Ni siquiera soportabas que yo lo hiciera contigo, preferías apartarme de tus dominios nuevamente con gestos agrios. Sin embargo, el día que rayaste la encimera con el juego nuevo de cuchillos, en lugar de usar una tabla, me culpaste a mi por no haber sido yo quien troceara las cebollas. Nunca te cogí el puntillo cariño, ya te digo.
Años llevaba yo pidiéndote que revitalizaras nuestra vida sexual aderezándola con unos toques de lencería sexy y con un vestuario algo más sugerente, pero tu respuesta era siempre la misma: que tú no te ponías eso ni muerta, y te quejabas de mi frialdad y de que sólo te buscaba en la cama los sábados por la noche. Ahora que ya he abandonado nuestra vivienda conyugal, tal y como tú querías que hiciera, veo tangas y camisones transparentes tendidos en el balcón cuando voy a recoger a nuestro hijo los fines de semana. Ahora que lo más cerca que estoy de ti es cuando coincidimos en la calle o en algún local de copas, de punta a punta de la barra, te veo con minifaldas vertiginosas y con las tetas comprimidas casi escapándosete de los escotes, y el puntillo sigo sin cogértelo.

martes, 13 de mayo de 2008

Cita con miss camiseta mojada


Sin duda se trataba de una mujer especial. En su momento fue miss camiseta mojada en los más selectos círculos relacionados con el mundo de la belleza y la moda y, aunque de eso hace ya, aún conserva intacta esa belleza explosiva que provoca que casi todos la miren con cara de sátiro vocacional. Yo he tenido acompañantes bastante atractivas, modestia aparte, a las que en ocasiones miraban y tal, pero ésta, con mucho, resulta ser la más irresistible a las miradas de todo tipo. Para mí ha sido una experiencia nueva estar al lado de semejante ejemplar y conocer el regustillo que se experimenta cuando, delante de toda esa fauna varonil expectante, uno coge de la cintura a la chica y le da un achuchoncito elegante, como quien no quiere la cosa. Por cierto que, a todo esto, miss camiseta mojada, que conocía perfectamente el significado de la maniobra, exhaló, entre irónica y aparentemente decepcionada, “hombres”.
Yo siempre he estado al otro lado, donde los mirones, que es mi lugar natural por definición, pero esta vez, fíjate tú por dónde, me ha tocado estar en el escenario, observando con asombro las caras de todos los tipos que, con más o menos descaro, andan deleitándose con todo tipo de pensamientos. Si lo sabré yo. Y me pregunto ¿cómo será mi cara cuando estoy en esa situación? Observo entre el tendido y veo a uno con el mismo aspecto de cateto alegre que el marido de la nietísima, nerviosísimo y tamborileando con los dedos en la mesa compulsivamente; veo a otro con aspecto pulcro y aire desenfadado, un estilo a Mark Anthony pero sin sandalias y con reloj caro, que miraba cautelosamente cuando su mujer no lo veía. Posiblemente este tendría éxito con miss camiseta mojada si se diera la ocasión y creo que me supondría una seria competencia. Mirando más disimuladamente los había en grupo, ataviados con la indumentaria de salir a tapear con la mujer y los compañeros los domingos por la noche. Estos acabaron cortándose porque unos y otros se dieron cuenta de lo que sucedía. Confieso que estando en esta situación me asaltaron ciertos pensamientos inquietantes. Como alguno sea picoleto me va a costar unos puntitos la chulería de salir con esta tía, ya verás. Pero el rostro más terrorífico era aquel cercano de la mesa de atrás, el del tipo que miraba boquiabierto con una ceja levantada a lo Mr. Bean mientras la mujer regañaba al hijo porque le estaba pegando al niño de la mesa contigua. A este no, por favor, a este sí que no quiero parecerme. Me estremezco sólo de pensarlo.
Por su parte, miss camiseta mojada, curtida y conocedora del poder de sus caderas, se movía elegante y cómoda entre tanto punto de mira y visión radioscópica. Uno no puede menos que sorprenderse observándola ir y venir, al lavabo, sonriente y ajena a todo el complejo mundo de deseos que provoca a su paso. Sería maravilloso que a los hombres nos pasara eso. Yo me volvería loco imagino.
Un amigo mío dice que la vida tendría que ser como en los puticlubs, con mulatonas culonas, valquirias nórdicas y latinas suculentas ofreciéndote, al paso, placeres exóticos y amores duraderos y fieles para satisfacer su propia necesidad, siendo todo real y sin que te pidan setenta euros. Lo primero que te entra ganas de decir al oír esto es “y una polla también”, pero no, yo le doy la razón y me sumerjo en mis propias ensoñaciones imaginando un mundo así y, a veces, esto da paso a todo tipo de reflexiones filosóficas, sobre el sentido de la vida, que me tienen ocupado largamente. Por cierto que a miss camiseta mojada, que no es de piedra y ya es cuarentona, también se le va vista cuando pasa algún maromo musculoso y alto. Pobrecita, al fin y al cabo es humana también. ¿O no?