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sábado, 27 de diciembre de 2008

El momento perfecto


El momento perfecto podría estar en un paseo otoñal con hojas secas y bermejas cayendo, en la perfección emotiva y arquitectónica de una melodía de Satie, en una caricia, en el momento después de la tormenta, en no estar solo para entonces, en andar con las viejas botas, en subirse el cuello del abrigo y sentir protección, en saber que el abismo ha quedado atrás, en una curva superada, en la evocación del mar, en estar aún vivo, en tu regreso, en despertar de una pesadilla, en no tener que volver mañana, en la distancia acompañada, en estar lejos de aquí, en una playa vacía. El momento perfecto es cualquier momento en el que no me duelas.

Cogerle el puntillo. (3ª parte)


Ya sé que me querías cariño; cada vez que me empujabas en plena penetración, apartándome de ti, era amor. Que tontería que me enfadara, que poco considerado era por querer terminar el coito una vez que tú ya te habías cansado o habías terminado.
Me obligabas a afeitarme escrupulosamente y cortarme las uñas antes de follar, y ahora te veo, en un pub, comiéndote a besos a un tipo de esos con aspecto de pizzero napolitano. ¿Es que está de moda llevar barbita de cinco días?, ¿es que le sienta bien? ¿O es que tu cutis ya no es tan sensible?… Como siempre, no logro cogerte el puntito, cariño.
Ahora me dices que nunca puse velitas cuando hacíamos el amor y digo yo… ¿por qué no las ponías tú cuando iba a follarte a tu casa? Soñabas con visitar lugares lejanos a los que sólo habías accedido en sueños y yo te llevé, y yo te amé en una habitación con vistas a un paisaje exuberante y pirenaico, pero claro…no se me ocurrió poner velitas y ese detalle ensombreció toda tu ilusión porque, según me cuentas, para las mujeres son más importantes ese tipo de detalles pequeños. Sigo sin cogerte el puntillo, corazón, sobre todo porque a mí jamás se me habría ocurrido echar en falta un plato de aceitunas cuando me preparaste aquel pescado al horno con salsa de berenjenas.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Mi tercer matrimonio


Yo no tengo mujer ni hijos, tengo ordenador; un precioso portátil con el que me casé en terceras nupcias. Mi primer matrimonio fue con una rubia de Salamanca y el segundo con un Pentium tres, grande y torpón que, a pesar de su pantalla plana y su grabador de cedés, no tenía capacidad suficiente para llenar mi vida. Aunque… ahora que lo pienso… hace muchos años mantuve una relación efímera con un armatoste, de pantallón voluminoso, que apenas era capaz de abrir una foto cuando lo sacabas del eme-esedós.
He de reconocer que, lejos de traumas y abogados, este último cambio de pareja ha sido gozoso, aunque hayamos tenido que superar ciertas incompatibilidades con la vieja impresora, el escaner y demás periféricos. Con cada uno de los ordenadores inicié una vida nueva basada en un sistema operativo distinto y a pesar de que todas mis relaciones fueron windoneas, una fue más profesional y otra mejor vista; como ha ocurrido siempre.
Decían las malas lenguas que eso del ordenador es algo muy frío…No estoy de acuerdo. A mí me dio una vida que no tenía; ocupó mis largas horas de soledad y me brindó la oportunidad de realizar todas mis inquietudes; abriéndome una ventana al mundo con todo tipo de chats, blogs y foros. Con mi ordenador he podido viajar por las cumbres más remotas o por las intimidades de alcoba más excitantes y siempre me ha acompañado. Mi ordenador siempre me espera, paciente y encendidito, mientras estoy en la cocina o en el sofá y trae, hasta su disco duro, películas y canciones para mí, que luego me canta.
Gracias a él, mi casa y mi lecho se han llenado, a veces, de risas de mujeres que me han mostrado su alma o han desaparecido sin dejar el más mínimo rastro de calor humano. Gracias también a él, los días fríos de invierno, las tardes calurosas de verano, las mañanas lluviosas y melancólicas de otoño, los miércoles de ceniza y la noche de San Juan no han sido fieras al acecho. Mi ordenador siempre me sorprende, por navidad y para mi cumpleaños, con un bonito mensaje que se despliega en la pantalla y yo, agradecido, le regalo un ratón óptico, un pen drive, un disco duro externo o alguna bagatela para tenerlo contento y actualizado.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Nunca le compres una agenda a un chino


Nunca le compres una agenda a un chino en uno de esos bazares donde las puedes encontrar a dos euros. Una agenda no es un juguetito, es algo muy serio. Eso lo supe ayer, cuando por entretenerme fui a comprar una nueva para pasar los números de la antigua, que ya estaba rota.
En principio nada raro, pero a medida que iba pasando nombres y números no veas tú que sofocón iba cogiendo. Si acaso tuvieras que hacerlo, no se te ocurra esperar a un día de lluvia de esos grises y solitarios porque el efecto se amplifica y puede ser peor.
Ni que decir tiene la variedad de sensaciones que uno experimenta cuando vuelve a escribir el nombre de personas de las que hace años no se sabe nada, la de lugares y situaciones que se evocan haciéndote reír o inquietándote o el encogimiento y la melancolía inevitable que se experimentan.
A los fallecidos les hice un tachón y los deje descansar en paz en la antigua agenda a punto de ir a la basura, sin permitirles mucho más que el escalofrío que me provocó verlos aún ahí, pero a algunas de las antiguas novias, sin pensarlo demasiado, me dispuse a llamarlas para saber qué era de ellas.
La primera, a la que llamé, fue Araceli, una empleada de una tienda de ropa de Córdoba con la que me cité en varias ocasiones y con la que viví días dulces y tórridos hasta que decidió probar con otro contacto de internet. En su momento, cuando no tenía clientela, me llamaba desde el comercio cuyo número aún conservo. Llamé, y ahora la tienda es una pollería. Me sentí perdido y solo, pero no era plan de vengar su memoria a pedradas; como hizo Sabina con los cristales de la sucursal del Banco Hispano Americano, así que continúe marcando números.
A Victoria hace al menos tres años que no la veo y cuando descolgó el móvil pronunció mi nombre con sorpresa. Detrás, una voz infantil balbuceó…papáaaaaa. No jodas. Por si acaso me excusé y aseguré que era una equivocación.
En el teléfono de la siguiente se puso un maromo que en seguida comenzó a violentarse preguntando quien era el tío que llamaba, momento en el que comprendí que a lo mejor no era buena idea rescatar algunos números de su lugar en el tiempo, pero antes de terminar quise hacer una última llamada.
Mª Ángeles era una cuarentona preciosa, tipo Mata Hari, cuando la conocí hace diez años. ¿Cómo iba yo a imaginar que me iba a encontrar a una abuela respetable, sentada en la cafetería y esperando con ilusión volver a verme?
Lo que yo te diga, nunca le compres una agenda a un chino en uno de esos bazares donde las puedes encontrar a dos euros. Vale que un bolígrafo, unas zapatillas o un regalito por compromiso, pero si quieres un buen consejo: procura que tu agenda sea de primera calidad; de esas cosidas y pegadas y con pastas de piel, de las que duran toda la vida.