visitas desde el 23/07/2008

jueves, 29 de mayo de 2008

Peces muertos

¿Has pensado alguna vez cuándo empezó el miedo irracional y angustioso que a veces te asalta sin sentido? ¿Has reflexionado sobre el momento exacto en que te sobrevino ese punto de inflexión irreversible? No te hablo de ir al psicólogo para someterte a una regresión hipnótica. Te hablo, más bien, de una cita contigo mismo, sencilla y valiente. Decía Serrat que nunca es triste la verdad, que lo que no tiene es remedio. No estoy de acuerdo, en absoluto, con esa afirmación. Reconozco que es una frase catártica y redentora, pero carece de fundamento real. ¿Quién y cuándo te inoculó el miedo a la soledad, a la pérdida y a la nada? Hay veces que un simple cambió, pequeño y sin importancia, te inquieta irracionalmente hasta el punto de encenderte alarmas y provocarte un encogimiento visceral sin sentido. En mi caso no fue la pérdida de seres queridos o un éxodo hacía tierras frías y lejanas en una edad inadecuada.
Yo jugaba alegre a la orilla del Guadalquivir, casi todos los días que el tiempo lo permitía. Hacíamos incursiones a la isleta que se unía a la orilla mediante un árbol caído, nadábamos cerca de un tronco que nos servía de flotador y pasábamos largas horas en el bosque de rivera que hay cerca del molino. Cuando la autovía no separaba insalvablemente nuestra calle de aquellos parajes, cuando había que atravesar huertas y pisar nabos para llegar a las moredas, cuando la sobreprotección y la video-consola no hacían estragos como lo harían en los disléxicos y alérgicos niños que vendrían después (yo no recuerdo mascarillas ni aerosoles en mi infancia), cuando los esparadrapos, las magulladuras en las rodillas y las efímeras zapatillas de la tórtola eran nuestro aspecto inconfundible, cuando la libertad olía a mazorca y jabón lagarto.
En uno de aquellos días, tan inesperado como idéntico a los demás, bajamos siguiendo el canal por el camino entre los trigos hasta el río, pasando cerca de donde ahora está Carrefour. Aquel día seguíamos un olor extraño, aunque aún no supiéramos que ese olor era el olor de la muerte. De la muerte de miles de peces que llenaban las orillas y flotaban inertes en el agua. Mirábamos los niños, estupefactos, aquel espectáculo dantesco y desolador y no sabíamos qué estaba pasando con nuestro maravilloso y divertido parque temático (todavía no estaba acuñado este término). Nadie se bañó aquel día ni corrió desnudo entre los árboles. En realidad jamás volvimos a hacerlo. El río se tiñó de un feo color marrón que no recuerdo haber visto antes de aquel día aciago y el agua adquirió un olor a putrefacción que todavía hoy percibo al acercarme. Aquel mismo año murió el dictador y empezaron a ocurrir cosas que no comprendíamos y de las que nada se nos decía en la escuela. Aquel año la abeja Maya, Pipi Calzaslargas, Heidi, Orzowei y Sandokán se hicieron mayores y desaparecieron de nuestras vidas para dar paso a un nuevo tiempo.
La fábrica asesina de peces sigue ahí, vertiendo su fluido tóxico y un hedor insoportable en cientos de metros a su alrededor, paga multas periódicas presupuestadas en sus cuentas y sobrevive a lo largo de los años. Los peces no sobrevivieron, como no sobrevivieron nuestros juegos en el río ni nuestra certidumbre de que al siguiente día todo iba a estar como siempre.
Ese, para mí, fue un punto de inflexión irrevocable. El primero. Después, durante todos estos años, vendrían otros días de peces muertos que todo lo cambian, suceden a veces, irremediablemente, en el momento más inesperado. Al principio me cogían desprevenido, pero con el tiempo he desarrollado una intuición, bastante fiable, que los detecta cuando se aproximan y que se manifiesta con un encogimiento angustioso sin explicación. Ya no me sorprenden esos días, pero cada vez me resulta más insufrible su llegada.

No hay comentarios: