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sábado, 27 de septiembre de 2008

Crónica desde una silla


-¿Para que voy a pagar un sofá de golpe si puedo pagarlo cómodamente a plazos por un poco más? No sea que me haga falta el dinero para alguna emergencia y no pueda disponer de él. Pensé antes de firmar los papeles de la financiación.
Necesitaba cambiar urgentemente el antiguo cheslón hundido por el centro e imposible ya de usar sin acabar con los riñones machacados, así que les expresé mi prisa y convine con ellos que retirarían el mueble viejo y me llevarían el nuevo por cincuenta euros más. Eso fue todo. A mi no me advirtieron de nada más. Sólo que tendría que esperar una semana hasta que la financiera transfiriera el dinero, lo cual ocurrió dos semanas más tarde porque mediaron unas fiestas. Durante ese tiempo me senté en una silla y cuando quería descansar me iba a la cama. Echaba de menos la calidad de vida que, sin darme cuenta, disfrutaba tendido en mi sofá viendo la tele en el salón. Nunca somos conscientes de la importancia de algunas cosas hasta que las perdemos, y yo había perdido eso, el acto rutinario de tenderte después de comer, la posibilidad de dejarme caer lánguidamente en cualquier momento para pensar, para descansar unos minutos al llegar a casa o simplemente para hacer un paréntesis y desperezarme. No obstante, se trataba de un par de semanas solamente, y pude soportarlo.
El sofá llegó, justo cuando mis ganas eran ya incontenibles, y es de imaginar el regocijo con el que oí como lo subían por las escaleras. Pero, lamentablemente, aún no era el momento de mi solaz; las patas no venían montadas y un empleado se presentaría un día después para colocarlas y de paso traer los cojines, que venían dentro de un embalaje en una furgoneta que se había averiado de camino al almacén.
- Bueno, ya se sabe que estas cosas son así. Un día más puedo aguantar perfectamente, pensé mientras miraba la estructura desnuda y dura del mueble ya colocado en mi salón.
La tarde siguiente fue de tensa y pesada espera hasta que por fin sonó el portero y apareció el empleado con sus herramientas y la parte blanda del sofá. Deseando que acabara y se fuera, miraba como iba colocando una a una las patas sin prever que, ¡oh fatalidad!, sobrevendría la catástrofe cuando pinchó el cuero con el taladro eléctrico y atravesó la madera con un tornillo, de manera que tampoco pude usarlo aquella tarde porque cojeaba y se inclinaba sobre su propio peso. Resignado, aquella noche, me fui pronto a la cama intentando ignorar la exasperación que ya se había instalado dentro de mí de manera inevitable.
Me temí lo peor, y mis temores se confirmaron cuando al día siguiente, martes, me llamaron por teléfono para comunicarme que la pieza no llegaría hasta el viernes, que en realidad, como suele ocurrir, pasó a ser el lunes.
Menos mal que me dio por financiar porque, casualmente, en aquellos días, surgió el imprevisto para el que había querido guardar mis pocos ahorros. Y no fue uno, sino dos, el fontanero y el dentista, quienes me dejaron con apenas saldo para terminar el mes.
Los chicos del transporte retiraron uno de los dos módulos que formaban la estructura y subieron el nuevo, ya con sus patas colocadas. Lo dejaron y se fueron, y yo no podía creer que por fin pudiera retomar mi antiguo estilo de vida, ese que se desvaneció hacía un mes. Esta misma incredulidad, en mi tan intuitiva, me hizo sospechar que algo no iba bien, que esta historia no iba acabar con el esperado final feliz que tanto deseaba y, efectivamente, al empujar el modulo para encajar las dos partes, las abrazaderas no coincidían, de manera que al sentarme el sofá se abría y yo me hundía en el hueco de los cojines y el de mi propia desesperación. Tuve que hacer todo tipo de ejercicios de control mental, desde meditación trascendental hasta sofronización, pasando por los métodos de Jacobson y Bühler, para poder controlar mi ira asesina de aquellos momentos, pero lo conseguí y, con golpes secos y contenidos, pude marcar el número de la tienda para comunicarles la incidencia. Algo debió notar en mis palabras y mi tono de voz, la chica que me atendió, que esta vez sólo tardaron tres días en venir a acoplarme por fin las piezas.
No podía ser verdad, pero ahí estaba yo, feliz y cómodamente recostado, abriendo el correo que había sobre la mesa, como solía hacer habitualmente, cuando de nuevo tuve la sensación de que algo no iba bien, de que esta historia aún no había acabado y, efectivamente, mis temores se confirmaron de nuevo cuando abrí una carta de la financiera en la que me mandaban una tarjeta de crédito asociada a la financiación del mueble. Una tarjeta que me facilitaban, amablemente, por una cantidad mensual semejante a la que tenía que abonar por el sofá. Como ya dije, nadie me había avisado de este detalle y por supuesto yo no había pedido tal servicio.
En mi cartera tengo la tarjeta maestro, la mastercard, la visa electrón, la visa oro, la maxi tarjeta, la del club carrefort y otra de color negro que no sé ni de que es. La mayoría de ellas asociadas a préstamos y a seguros, no uso ninguna y, por supuesto, no quiero ninguna más; mucho menos una por la que me cobran, la use o no. Volví a coger el teléfono y marqué el número que indicaban en la carta. Primero salió la maquinita que te va guiando por una serie de opciones numéricas hasta que, finalmente, suena la voz de una chica sudamericana que te pide todo tipo de datos y la causa de tu llamada. Yo, que ya me conozco la manera canallesca de funcionar que tienen, me niego a ir repitiendo exhaustivamente el problema, una por una, a cada una de las sucesivas chicas sudamericanas con las que me van pasando, de departamento en departamento, hasta que definitivamente llego a la jefecilla, que suele ser una argentina con yeismo exacerbado y voseo, a la cual le digo también: “si me vas a pasar con otra, hazlo directamente que no te voy a repetir el problema con la tarjeta de crédito”.
Esta señorita es jefecilla por algo y, en seguida, despliega sus dotes de liderazgo parlanchín. Como buena argentina, es especialista en buscarle los cinco pies al gato hasta que te rinde por desgaste, pero a mi no, conmigo no puede. Yo conozco sus prácticas y sé que su aire de superioridad proviene del refuerzo que adquieren, en largas sesiones de psicoanálisis doméstico, bebiendo ese jodido brebaje al que llaman mate. Ahí está la clave, ese es un líquido diabólico aunque aparentemente sea inocuo. Si no…¿cómo te explicas lo del Ché, Maradona, Valdano y Calamaro por citar algunos?
En vista de mi resistencia heroica para dejarme convencer de la necesidad de esa tarjeta, la financiera me retiró el crédito al que iba vinculada indisociablemente y, consecuentemente, unos fornidos operarios, me retiraron el sofá esa misma tarde también. Hoy, en estos momentos inciertos y grises de un día de lluvia, escribo esta crónica desde una silla, mirando, impotente, el vacío insustituible que dejó el sofá en mi salón y en mi vida.


viernes, 19 de septiembre de 2008

Mi entierro

A mis cuarenta y tres la vida ha querido lucirse conmigo metiendo en mi cama a la treintañera más potente de la ciudad. Ya ves, una preciosidad con uno de esos culos tan perfectos que servirían de molde para hacer prótesis de silicona y tan duros que partirían cocos con solo sentarse encima. Ella misma está enamorada de sus propias posaderas; hasta el punto de que son lo último que mira en el espejo antes de salir de casa, realizando una torsión suave y graciosa de cintura para facilitarse el visionado.Después de unos meses de amor intenso con semejante ejemplar cualquier mortal defectuoso, como yo, diría aquello de: “ya puedo morirme tranquilamente”. Y es verdad. Últimamente fantaseo con mi propio entierro. ¿Te imaginas? Años y años hace que la poca familia que tengo ignora mi molesta existencia. Ni siquiera me llaman para decirme: “hola, soy Edu, feliz navidad”. (Coño que anticuado estoy, pero es que ese era el anuncio que estaba de moda la última vez que vi a un congénere de primera, segunda o tercera línea consanguínea). Por eso pienso que a mi entierro no faltarán (si es que se enteran), aunque sea para repartirse lo obtenido de la venta del pisito que casi tengo ya pagado. Imagino a mis sobrinos en la notaría oyendo mi testamento con cara de quien se arrasca a escondidas un insidioso picor anal. Y digo esto porque el testamento prohíbe taxativamente que reciban un puto duro. Mi dinero irá a parar a un fondo reservado para subvencionar los polvos guarrindongos, en un conocido puticlub, a todo aquel que acredite ser un marido cornificado, abandonado y desahuciado (tienes uno garantizado Pepe Luís). No sé hasta donde dará el presupuesto, pero al menos servirá para honrar mi memoria brindando en la barra del burdel durante algún tiempo. Lo tengo especificado claramente en una cláusula; esa que dice que será así en caso de que nadie demuestre ser descendencia mía con una prueba de adn.Fracasé como escritor; mi única novela yace en cajas, sin ver la luz, en el almacén de un editor estafador. Nunca brillé como cantautor, no destaqué por mi valor ni impresioné por mi inteligencia, pero ahora tengo una oportunidad de alcanzar la gloria, mi única gloria posible. Cariño, en mi entierro, no vistas de negro, no llores ni muestres duelo alguno. A mi entierro tienes que asistir divina de la muerte, como tú eres. Alquila un descapotable rojo y si puedes, por favor, guíñale el ojo a alguno de mis familiares más allegados; no quiero que me tengan lástima pensando que fallecí justo cuando apareció en mi vida el amor virtuoso de una mujer leal. Eso sí que no, dar lástima… ¡jamássss! Incluso las putas de las musas desaparecen durante semanas y tengo que emborracharme para encontrarlas. Tú no vas a ser menos.En tus manos, amor mío, está la responsabilidad de dignificar mi final. Que lo último que recuerden de mí sea tu culo.

martes, 2 de septiembre de 2008

¡Coño...una multa!


-¡Coño una multa!, ¿y esto por qué?, ¿qué he hecho yo para merecer esto? Además, ¿Cuándo me la han puesto?
Lo primero que se me vino a la cabeza es que me hubieran pillado cuando miccioné detrás de un contenedor hace unos días. Es que ni me había enterado hasta que recibí por correo el papelito ese plegable que no aclara muy bien la causa. Una vez en el banco un señor lo pasó por una maquinita y, automáticamente, la cantidad de la sanción pasó de mi cuenta a no sé exactamente dónde. Joder qué eficacia, visto así es que ni te enteras, es que no parece ni una multa.
Verás…una cámara te hace una foto y un código de barras se encarga de todo lo demás. No me digas que no es otra cosa que un mecanismo perfecto de recaudación. ¿Qué efecto paliativo o psicológico puede tener algo tan aséptico y tan tecnificado? Más bien parece que te han cargado el recibo de la luz.
Ni eso es una multa ni nada. Las multas tienen que tener todos sus componentes para que surtan efecto, digo yo. ¿Cómo va a ser lo mismo sin el sustillo que te dan los picoletos cuanto te paran? ¿Cómo va a ser igual de educativa una sanción si no te explican, in situ, la falta cometida?..Has pisado la raya. -¿Ah sí? Pues no me he dado cuenta-. Tú miras la raya y dices…disculpe agente… ¿Qué raya? Vas en dirección contraria…Uy…no me había dado cuenta, es que la señal la tapan unas ramas y tal. ¿Ahora con quién establezco yo este diálogo tan necesario para que no se me atrofie el hígado? Hostias, es que te niegan hasta el derecho al pataleo, pero lo que peor llevo es no saber en la puñetera madre de quién me voy a cagar, ¿en la de la camarita de los cojones o en la del código de barras? A uno sólo le queda volverse coprolálico como un argentino en un partido del Boca y eso sí que no.
Pero qué eficacia, por Dios. Si utilizaran esta tecnología para encontrarnos trabajo, para detectar corruptos o para resolver las reclamaciones otro gallo nos cantara…pero no, no había camarita cuando el gerente de un camping me sometió a trato vejatorio y por tanto la administración desestimó mi queja; por más que me humillara con insultos este gorila borracho que estaba en la recepción con ganas de divertirse. Desde luego es que dan ganas de emigrar a Marte y de paso hacerle una visita a cetapé en la Luna.