Seguramente por alguna causa relacionada con mi bagaje y mis experiencias asocio la idea de vivir al margen con la estética del desaliñado. No hablo del forajido polvoriento de las películas del oeste; más bien pienso en el personaje de Nancho Novo en “El astronauta”, el de Chete Lera en “Finisterre” o el de Alberto San Juan en “Bajo las estrellas”.
En su versión musical y totalmente real te hablo de Quique González; el cantautor que me habría gustado ser, y que además lleva la vida que me gustaría vivir; retirado en una casa rural de Cantabria con su perro, componiendo todo el día en soledad, mirando por la ventana una pasada de paisaje, acudiendo a la civilización sólo para pillar costo y güisqui o llenar la nevera de pizzas y comida preparada y haciendo lo que le sale de los cataplines. Reconozco que me pierde esa actitud existencial de la dejadez y la despreocupación, tal vez porque nunca me he podido entregar a ella, o quizás porque la asocio con el bienestar interior que nunca he tenido a causa de las presiones incómodas que siempre me han rodeado.
Qué quieres que te diga, puestos a elegir, yo hubiera preferido tener un padre hippie que hubiera estado en Paris en mayo del 68 y un hermano mayor que me hubiera pasado condones e ideas libertarias, pero lo que tuve fue un padre fieramente proletario y un hermano mayor facha. Y digo puestos a elegir porque salvo Ismael Serrano, que se sigue creyendo universitario con 37 años, soy consciente de que los hijos de los progres reaccionarios y cultos tampoco han estado nunca demasiado satisfechos con su vida, y siempre han reprochado a sus progenitores no haber tenido con ellos un poco de mano dura. Evidentemente los muy gilipollas no saben lo que están diciendo, pero vale…
Hace tiempo dejó de cernirse sobre mí la sombra represora de la familia y empecé a ejercer en mi trabajo; un trabajo que me estresa y me coloca ineludiblemente en una posición ante la sociedad de la que no puedo escapar. Se espera de mí y se me exigen posiciones, actitudes e ideas que detesto. Para cuando todo esto me resultaba demasiado insoportable ya era tarde; sobre todo porque las cosas no están como para andar buscando cambios ideales con los que realizarse laboralmente. Escapo, claro que sí, pero sólo hasta la esquina y en una carrera desesperada que termina en un parón jadeante por falta de aliento. Supongo que, como para casi todos, es la única huída que puedo permitirme y supongo también que más que una huida resulta ser una fantasía domesticada y previsible.
Hace unos días coincidí en un bar con una vasca de gente que yo siempre he mirado de lejos, con cierta envidia y un poco sorprendido, como si se tratara de una raza aparte, precisamente por ser de esta manera que ando contando. Siguen juntándose en grupo en torno a las cañitas y tal, como antaño lo hacían. Son los mismos desaliñados y demacrados de siempre, los de la cabaña del turbo, pero ahora con hijos tan demacrados y desaliñados como sus padres, y la verdad es que ya no me parecen tan libres como me lo parecían en su momento.