Me quedaban sólo doce
euros y pico y gasoil suficiente para regresar, así que no me
preocupé demasiado por haberme dejado olvidada la tarjeta en casa y
me dispuse a comer antes de regresar tranquilamente después de unos
días de escapada a la costa. La verdad es que tenía bastante
apetito y me dirigí a la terraza de un chiringuito para sentarme y
pedir uno de esos menús que ofrecían  justamente por doce euros. 
-Tráigame usted la bebida
mientras decido qué voy a comer, le dije al camarero mientras leía
en la pizarra e iba decidiendo entre los varios platos que figuraban
escritos. El camarero, que no daba a
basto, se fue a servir en las otras mesas y en un huequecito me trajo  la cerveza y un aperitivo. No tenía demasiada prisa. Se
estaba bien a la sombra refrigerada por la brisa marinera. 
     Hasta ahí
todo bien, lo malo es que en la pizarra no ponía nada de los platos
añadidos que incluía el menú de chiringuito playero y que no son
otra cosa que la visita incesante de chicos negros, uno detrás de
otro, ofreciéndote deuvedés piratas, gafas de sol, bolsos, relojes,
calzoncillos y demás bagatelas.  Hasta cinco conté. A estos con un
simple “no, gracias” y no mirarles la mercancía es suficiente
para que no te insistan. Después llegó un quinqui de voz
aguardentosa vendiendo no sé qué boletos, insistiendo duramente y
casi rayando en la imposición.
-Venga tío, que yo
 también tengo derecho a comer, que tengo chiquillos y tal...Vale, que yo entiendo
 todo esto y sé que soy un cabrón privilegiado que puede comer menú
 en mesa de bar, sé lo jodida que está la vida y el derecho a
 buscársela que todos tenemos, pero es que de verdad que,
 precisamente hoy, no tengo para darte nada, pensé mientras me
 imbuía  en una especie de desconexión resignada. Fue a fuerza de
 no hacerle caso que el quinqui se fue a otra mesa, aunque no sin
 antes soltar un comentario desairado que consiguió que empezara a
 incomodarme. No obstante, lo que hasta ahora sólo habían sido
 simples incordios pronto pasó a ser una situación realmente tensa
 cuando a continuación aparece un marroquí con dos relojes y una
 carterita con esa actitud de... me compras por cojones sí o sí,
 porque si no lo haces voy a estar aquí soltando impertinencias
 hasta que te quite las ganas de comer porque a mí me da igual
 molestarte ya que no tengo nada mejor que hacer. Después de haber
 entrado en algunas tiendas de Ceuta y de la calle San Miguel de
 Torremolinos, para ver la marroquinería que tanto me gusta, yo ya
 conocía estas maneras desagradables que algunos de ellos tienen y
 he presenciado  la descortesía con la que hablan a las mujeres y el
 tono belicoso con que tratan a los turistas y lo último que me
 apetecía era aguantar malos rollos así que, antes de explotar, ni
 regateé, le di los cinco euros que pedía por la porquería de
 carterita de plástico y me dejó en paz. Llamé al camarero para
 decirle que anulara el menú y me diera un bocadillo que aún podía
 pagar, pero en ese momento aparece un sudamericano con sombrero de
 paja y una guitarra cantando eso de...si Adelita se fuera con otro y
 como, mira tú por dónde, el camarero no aparecía y al cantante
 todo el mundo le echaba unas monedas en el sombrero, por no quedar
 mal y no ser un borde yo también hice lo propio. O le pedía
 prestada  la guitarra y me ponía a cantar yo para poder pagar o iba a
 acabar fregando platos si me traían el menú, así que me apresuré
 hasta la barra y pagué la cervecita, cuando todavía podía hacerlo, excusándome con el argumento de que me había surgido un problema urgente y
 tenía que irme.
 Ni loco intento yo comer
 más en la terraza de un bar de playa, iba yo pensando por el camino
 mientras conducía famélico hasta casa.  Aproximadamente tres horas
 después ya estaba en los bares de siempre, en los que el servicio,
 irritado con el calor insoportable de este pueblo, no te trata  con
 la misma simpatía con la que lo hacen en la costa y en la que el
 único morito que había en el bar estaba desbancando la máquina
 tragaperras.