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miércoles, 31 de agosto de 2011

Cien palabras


Según oí decir, el otro día, a personas que viajan bastante al extranjero, una de las cosas que piensan los turcos sobre los españoles es que negamos saber hablar inglés cuando en realidad sí que sabemos. Resulta que me sorprendió bastante esta afirmación y me puse a pensar sobre el asunto. Ciertamente, si coges un papel y te pones a escribir palabras en inglés que conoces, posiblemente llegues a unas cien sin dificultad. En mi caso, entre colores, números, frutas, verbos y demás, he descubierto que llego a las doscientas sin ningún problema. Es más, si recurro a la memoria escolar o a los estribillos y los títulos en inglés de las canciones que conozco o de las películas que me suenan, para mi sorpresa, resulta que poseo cierto vocabulario básico e incluso sé escribirlo. Y sin embargo, ni entiendo ni hablo inglés salvo palabras sueltas. Si lo intento, lo más seguro es que me bloquee porque me faltan palabras y porque sé que las frases en inglés no se construyen como en castellano. Enseguida se me vienen a la cabeza las escenas de Alfredo Landa chapurreando inglés de garrafón con las guiris o los sketch de los Morancos dando lecciones con “apio verde tu y yo” para decir feliz cumpleaños, y me siento ridículo. ¿Un fallo incuestionable del sistema educativo que nos tocó o tiene la culpa Alfredo Landa?

lunes, 1 de agosto de 2011

Las fotos de este verano


Las fotos de este verano no son las fotos en las que uno posa delante de una fachada románica o un paisaje frondoso (esas son agua pasada); más bien son fotos en las que aparezco por casualidad, y siempre de espaldas, mirando una de estas cosas mencionadas y sólo porque mi compañera disparó en ese momento. El caso es que encierran el anverso de un yo irreconocible, o al menos desconocido para mí, hasta este momento. Un clareo craneal, que roza la calvicie, corona mi imagen en las instantáneas, y yo me siento desconcertado mirándolas; como si yo mismo, de espaldas, fuera un ente diferente e inconcebible. Pero de frente no es menos, porque desde hace unos días, ante el espejo, mi imagen refleja un tío canoso al que le han salido dos arrugas en el cuello, a modo de collarín, que se mira tras unas gafas recientemente prescritas por el oculista. “A esto llegamos, antes o después, todos”, me dijo, insidiosamente el oftalmólogo, cuando me mandó unas gafas para vista cansada. Ahora uso gafas; algo que, hasta hace apenas unos meses, me parecía lejano e impropio de mí. Y me miro en el espejo, con el rostro emblanquecido por la barba rala, enrarecido por un aspecto algo más que maduro a causa de esa estructura plateada que alberga dos cristales ante mis ojos.
Nunca me he gustado a mí mismo, pero ahora no se trata de gustarme o no; se trata más bien de aceptar que el tiempo ha dejado un huella indeleble en mi aspecto. El mismo al que jamás he prestado demasiada atención, más allá de la higiene y la peluquería, y que ahora me parece una imagen extraña y ajena.