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lunes, 7 de febrero de 2011

Mi amigo Edu


Yo andaría por los 12. Por entonces mi vida era la egebé con su empacho de conjuntos disjuntos y torturas de palmeta institucionalizadas, completada con una amplia franja horaria de juegos callejeros que nadie interrumpía para obligarte a hacer los deberes. Nadie se alarmaba por una brecha o increpaba a los maestros por chiquilladas, no había visita al médico para curar las guacharras crónicas de las comisuras de los labios y, como mucho, te aplicaban algún remedio casero para los sabañones.
Coleteaban aún los años setenta y una arraigada inercia franquista coexistiendo con la transición, sin duda, todo era más sencillo. Pero también había otro mundo que descubrí gracias a mi amigo Edu, que era un compañero de clase pulcro y grandullón al que no se le veía por la calle. De no haber sido por su corpulencia, seguramente, habría sido blanco de todo tipo de golpes y burlas, pero Eduardo no era tibio ni cobarde, y a pesar de ese barniz tontorrón que imprimía a todo lo que decía y hacía, no dudaba en darse de golpes con el matón de la escuela y dejarle un ojo a la virulé durante un tiempo. No recuerdo haber visto jamás a mi amigo sin algún tipo de moratón .
Nada que ver con la generalidad de la chiquillería. Eduardo, que vivía en un barrio céntrico, disponía de un armario bastante repleto de juegos de esos que se compraban y tenía horas de estudio supervisadas por sus padres. Tenía un futbolín de verdad y una patineta de deslumbrante colorido, mientras que yo pasaba mis horas haciendo indiakas con mazorcas, futbolines con gomas y pinzas, carretillas de cojinetes y escopetas de tabla para cazar salamanquesas. Eduardo a veces me llevaba a su casa a jugar y su madre nos daba la merienda. Una madre preciosa y elegante de la que aún hoy creo recordar su olor; nada que ver con las sufridas mujeres de mi barrio con zapatillas, guatiné y escoba adherida cual prótesis. Eduardo me contaba sus fantasías sexuales con sus tías, tan sensuales y dulces como su propia madre y me pagaba el cine de vez en cuando. Pero lo que más me sigue desconcertando de Eduardo era su padre. Supe que poco después falleció. Lo recuerdo tranquilo y bien vestido, llevándonos a Jaén a ver el circo junto con el hermano pequeño. Digo desconcertante porque en una ocasión, sin venir a cuento me dijo: “yo soy comunista”. Claro, hasta donde un niño ya mayorcete alcanzaba a comprender por entonces, intuí que aquel comentario tenía vocación de sorprender o algo parecido. Si fue así imagino que sabía que al paso del tiempo yo me preguntaría el por qué de aquella afirmación.¿Tal vez me dejó la explicación de por qué le parecía bien que su hijo fuera amigo de un chaval de barrio proletario como yo? ¿Era la pose de moda de la clase media-alta en los años setenta? Una familia fascinante sin duda.
Años después, a mediados de los ochenta, volví coincidir con Eduardo. Él era fan de Ramoncín y, a pesar de su fisonomía de pijo total, que incluía ojos azules y moreno de playa perenne, llevaba tupé y tocaba el contrabajo en un grupo de rockabilly mientras que yo tocaba la guitarra en un grupo tonto de pop rock, abriéndose así una brecha insalvable entre nosotros a pesar de que anduvimos un par de noches con dos amigas que intercambiamos en un baile.