visitas desde el 23/07/2008

domingo, 28 de febrero de 2010

El delantal


La Lola viene los fines de semana y suele meterse en la cocina a preparar algún plato, incluso a veces prepara de más para que yo tenga algo decente que comer entre semana. Y que conste que yo no le pido nada, que lo hace ella voluntariamente. Bueno, supongo que mis continuos halagos, agradecimientos y reconocimientos culinarios han llegado a suponer una especie de acicate cuando menos, pero palabra que son sinceros y que carecen de intencionalidad. Ella, totalmente impasible, siempre me responde: no te preocupes, yo también tengo que comer y hacerlo en los restaurantes tan a menudo ya me tenía cansada.
Bueno, el caso es que el otro día, estando de compras, vi un delantal muy simpático y pensé en seguida en regalárselo dado que últimamente anda entre salsas y que no hay camiseta suya que no lo demuestre. Me decidí por uno con la cara de Chaplin, pero, en el mismo momento de alargar la mano para cogerlo, una ineludible duda existencial se apoderó de mí. ¿No será demasiado machista por mi parte regalarle esto? ¿Y si me compro yo otro para diluir toda connotación discriminatoria y de género? ¿Por qué me voy a gastar el doble si a mí no me gusta y además no me hace falta porque yo no me mancho? De todos modos yo siempre la ayudo pelando las alcachofas, procuro cumplir recogiendo y poniendo la mesa, trayéndole el postre y preparando un bacalao en sanfaina, que le gusta, al menos cada dos findes.
De veras que llegó a angustiarme el asunto y allí, frente al estante, mirando la prenda, animado y disuadido por momentos, no sabía si pasar o no por caja con semejante objeto, de manera que decidí que las manchas de sus chandals y camisetas son cojonudas y
políticamente correctas, y punto…y ya está….se acabó el mamoneo.
Curiosamente, ese fin de semana, Lola apareció con un delantal diciendo: mira…me lo ha comprado mi madre y en ese momento pensé que lo último que pensé en la tienda fue eso precisamente: que se lo compre su madre.

martes, 16 de febrero de 2010

Algo que ocultar


Durante mis primeros años de facultad yo tenía una novia con la que dormía al menos una vez en semana, cenaba todas las noches y practicaba sexo diariamente. Compartíamos apuntes, gustos y, sobre todo, horas y horas de vida estudiantil anárquica. Conocía su letra, su firma, el color y el modelo de todas sus bragas, la cantidad de pares de zapatos que tenía, sus vestidos estampados, el par de vaqueros y su carpeta con el boli enganchado en la goma.
El hecho de estar ambos fuera de casa y disponer de una habitación individual en un piso compartido con otros estudiantes suponía todo un mundo de libertades y posibilidades que procurábamos aprovechar. En definitiva sabíamos casi todo el uno del otro, sobre todo porque la escasez de dinero no daba para grandes desmarques.
Reconozco que no compartíamos gustos musicales; yo me sabía de memoria “Amante de cartón” de Roque Narvaja y ella no iba más allá de las cuatro horteradas del momento como el “Calimba de luna”, pero de ninguna manera eso suponía un distanciamiento.
Ni ella desconocía mis escarceos con la putita de la clase ni yo era desconocedor de algunos rumores sobre mi pareja. Como puedes ver…la típica relación de dos veinteañeros universitarios en la que, a pesar de las noches de fiestas en los pubs del Gran eje nada parecía ser anómalo. Eso pensaba yo hasta aquel fatídico día en el que, por primera vez y como suceso excepcional, uno de los profesores pasó lista en una de sus clases. Para mi sorpresa, su rubor irritado y la hilaridad del resto de compañeros, mi novia María, en realidad, se llamaba María Sebastiana. Cierto es que en los dos años de relación nunca se me había ocurrido mirar su deneí ni había sido necesario, pero coño algo así… Recuerdo como se tapaba las tetas con pudor, pero jamás me fijé en como ponía el dedo pulgar sobre la mitad de su nombre cuando tenía que mostrar su carné. Mirándola, algo confuso, después de decir "presente" aquella tarde, en aquel aula, supe que todos tenemos algo que ocultar.